João Morais, mi abuelo

De todas las personas que he conocido más de cerca, el viejo Juan Morais, mi abuelo, parece haber sido el único hombre que ha vivido ochenta y tantos años de alegría a tiempo integral.

Era algo así como si tuviese un carné permanente firmado en una empresa de la felicidad, con todos sus derechos, menos el de ponerse triste y dejar de ser alegre.

Era, y no tengo duda alguna de ello, como un Papá Noel el año entero , distribuyendo regalos de fraternidad a todas las criaturas.

Hacía él, de la convivencia de todos los días un panel armonioso y de rica sabiduría.

Lo conocí desde mis primeros años, en su hacienda cerca de Salinas, en la casa sede que estaba rodeada de una finca y un jardín entre el "Riberón" de aguas cristalinas y el camino real, donde nadie tenía derecho a pasar sin una visita aunque fuese unos minuticos.

Allí cada visitante era recebido placerosamente y después de los saludos habituales, llevado a lavarse el polvo del camino del rostro, a tomar un café com leche y biscochos de yuca y participar de una animada charla.

Sabiendo dividir las horas de trabajo entre el pastoreo y la siembra, vivía animadamente contando historias, narrando cuentos, recreándonos con la enternecedora voluntad de transmitir felicidad.

Abuelo que, por encima de todo, un buen hombre, un timón para mucha gente en este mundo, quienes apredieron con él camino recto. Pues, consejero mejor no había en aquel pequeño gran sertón entre Rio Pardo y Salinas.

Era un viejo fuerte y musculoso, rojizo como un europeo, tenía el pelo canoso y coposo, que le daban un aire de juventud bien conservada y un enorme hálito de simpatía.

Cuando yo era pequeño, pensaba que su cabeza había, encanesido por el sol de los cañaverales, donde trabajo hasta pocos dias antes de morir. Yo creía que él había venido para perfeccionar el mundo y a las criaturas, en un esfuerzo de no parar nunca, pues ni la enfermedad que lo acompaño durante años modificó sus hábitos de hombre feliz.

Lo ví muchas veces, regresando de tardecita, guataca al hombro, saco colgado al cuello, sonrisa de lado a lado, tarareando algunas de nuestras cancioncitas predilectas.

Todas las noches, tras la comida con toda la familia – cuando nadie podía faltar – se acostaba en una hamaca amarillenta de tanto usarla y la antigua guitarra pasaba a centralizar las atenciones, en una evocación de recuerdos y nostalgias que sólo terminaba bien tarde, cuando el cansancio lo vencía y todos iban a dormir.

Juan Morais, mi abuelo, nació bien lejos, en la vieja Bahía, por el lado de Caiteté, creo, que en un dia de la fiesta de la naturaleza.

Desde muchacho, soldado de profesión, vivío la vida de los campos y los caminos, durmiendo a la interperie, comiendo frijoladas con raspadura y harina de yuca, y respirando el sereno de todas las madrugadas.

El mismo contaba que fue en aquel tiempo que conoció una muchacha morena y bonita llamada Ritica, nieta de indios, de quien, seis meses después del primer encuentro, se hizo novio, com quién un año más tarde se casó.

Y fue viendo la casa cada vez más, llena de hijos y nietos, haciendo y rehaciendo fiestas, que vivieron más de medio siglo en armonía casi perfecta.

No lo ví, mas dicen que él murió conversando y sonriendo, como acostumbraba a hacer durante todos los días de su vida pidiéndole a todos que no llorasen ni sintiesen tristeza.

A pesar de ser güajiro y poco letrado, fue un novelista oral, narrador inigualable, diseñador de perfectos muñequitos existenciales de humanismo puro y sincero.

Verdaderamente, mi abuelo tenía una experiencia de vida , una habilidad diplomática, una inteligencia y bondad, dignas de mucha admiración.

Nadie de quienes le conocieron, deja de decir que él era un viejito alegre y agradable, verdadero constructor de amistad, siempre escuchado con interés y placer.