Bañarse,
una costumbre de brasileños
Wanderlino
Arruda
El
padre Aderbal Murta
cuenta que al rector
de la Universidad
de Louvain, en Bélgica,
no le ha gustado nada
que cuando los seminaristas
brasileños,
que recién
llegaban allí,
empezaron a solicitar
un baño, un
pequeño cómodo
en el gran conjunto
de edificio, algo
que a ellos les parecía
necesario y muy importante.
En serio, un baño,
un sitio donde se
puede lavarse de los
pies a la cabeza,
recibir agua que cae
desde arriba, pasarse
jabón de tocador,
enjuagarse el cuerpo,
secarse, después,
con una toalla aterciopelada.
No es el baño
de palangana, de “sopapo”,
como lo diría
mi amigo Nô
Barrão.
Baño
de veras, de ducha,
con agua tibia, no quemando,
tampoco fría,
pues
todos somos hijos de
Dios. Esas exigencias,
dijeron los administradores,
eran cosa de estudiantes
subdesarrollados, sólo
podrían partir
de brasileños,
¡sujetos muy presumidos!
El baño en Bélgica,
hasta el momento,
era baño de guantes,
de esponja, sólo
fregándose, sin
correr agua, sin mojarse
el suelo... Ahora
leo en la revista BRASIL
ROTARIO un interesante
comentario de Derli
Antonio Bernardi, de
la ciudad de Maringa,
refiriéndose
a la época en
que bañarse era
pecado e incluso motivo
para encarcelamiento.
¡Cuánta
curiosidad!
Habían perdido
la sabiduría
árabe, según
la cual “el agua
es el más eficiente
de todos los remedios
y el mejor de todos
los cosméticos”.
Habían perdido
la práctica egipcia
de cuando se bañaban
en tinas de oro y, de
Grecia, cuando el palacio
del Rey Minos poseía
la más espectacular
bañera de la
antigüedad,
decorada con mármol
y piedras preciosas.
Se habían olvidado
de la tradición
bañista de Roma,
cuando los cuartos de
baño eran tan
snobs – con aceites,
vapores, hierbas, esencias,
etc. – y había
a su lado galerías
de arte, teatros,
templos dedicados a
los dioses. Los
bárbaros, cuando
invadieron Europa, pobrecitos,
le echaron la culpa
a los baños colectivos
por la decadencia romana.
Aprovecharon la guerra
y destruyeron todos
los baños públicos
y particulares, barriendo,
por casi mil años,
la higiénica
y deliciosa costumbre,
haciendo con que prácticamente
desapareciera la palabra
“bañarse”.
El tiempo corre, no
para, y, en la Edad
Media, los libros de
buenas maneras sólo
recomendaban lavarse
las manos antes de las
comidas, lo que no nos
sorprende, porque en
aquella época
aún no había
cubiertos, tenían
que arreglárselas
con las manos. ¡Qué
raro!
La Reina Isabel de Castilla
no guardaba secreto
de cuantos baños
se había dado
durante toda su vida:
solamente dos, uno cuando
nació y el otro
cuando se casó,
para estar perfumada
para su real consorte,
en el primer dial de
la luna de miel. Por
más increíble
que parezca, la religión
también ha contribuido
mucho para la declinación
de la popularidad del
hábito de bañarse.
San Gregorio había
prohibido bañarse
los sábados,
principalmente si la
finalidad fuera higiénica”.
Hubo incluso una ley
permitiendo bañarse
sólo los martes.
¡Bañarse
era pecado, lujuria,
un hábito mundano,
un cuidado
excesivo con el cuerpo!
Ha
sido hacia el año
1800 que, en Inglaterra,
surgió una casa
de baños turcos,
con frecuencia permitida
solamente para hombres
y cortesanas, herméticamente
cerrada a las mujeres
de familia, porque nosotros
seríamos indignos
del lindo sexo. En Francia,
en tiempos de Napoleón,
hubo una mayor libertad
y aun surgió
una nueva profesión,
la de los bañadores,
que salía, de
casa en casa, cargando
tinas para lavar a la
sucia nobleza. En América
colonial, los puritanos
consideraban cosas impuras
bañarse y usar
jabones de tocador.
Se llegó al punto
de que, en Filadelfia,
quien se bañara
más de una vez
al mes, fuera encarcelado
por desrespetar a las
buenas costumbres. La
primera casa de baños
públicos de Nueva
York surgió en
1852, pero sólo
se ha reglamentado por
una comisión
especial en 1913. Bañarse
demoradamente, diariamente,
más de una vez
al día, realmente
es cosa de brasileños.
Y no lo es a causa de
dos tercios de nuestra
raza,
africana y portuguesa,
a quienes tampoco les
gustaba mucho el agua.
Debemos la tradición
a los ancestrales de
la sangre tupí
y guarani, nuestros
indios que apreciaban,
y mucho, los juegos
y zambullidos en los
ríos y en las
playas, principalmente
en los días de
mucho calor, ¡pues
mejor diversión
no podría haber!
Como se ha dicho: bañarse,
una costumbre de brasileños.
Wanderlino
Arruda