El
deleite de la voz de la
Piaf
Wanderlino
Arruda
Es
preciso saber descubrir
siempre el lado de deleite
y de nobleza de cada momento
de nuestra vida. Buscar
la felicidad es una obligación
y la propia búsqueda
debe ser un motivo de
felicidad.
Eso es lo que sucede conmigo
todas las veces que entro
en el vestíbulo
del Teatro Nacional de
Brasilia que bajo la rampa
alfombrada y bonita y
veo aquel majestuoso auditorio,
aquel conjunto momumental
que sólo Niemayer
podría imaginar
y realizar.
Ir al Teatro Nacional
de Brasilia me ofrece
un gratificante placer,
un buen motivo de alegría.
Fue así la sensación
que tuve cuando Dagmar,
Anderson y yo tuvimos
el primer contacto con
nuestro grupo, antes y
durante la presentación
de Bibi Ferreira, en el
espetáculo Piaf,
un sueño de interpretación.
Fue así cuando
nos sentamos frente al
escenario, un buen grupo
compuesto por Isabel,
Riza, Carlos Hetch y Carmen,
viendo del otro lado buenos
colegas de trabajo, destacándose
en medio del auditorio
la elegancia de Angela
Momm.
Curioso que haya prevalecido
en gran parte el color
rojo, un rojo fuerte,
vivo, flameante. Entre
nosotros, y muy feliz,
de vestido, bolsa y zapatos
rojos, Ivon. Iria, más
feliz todavía,
con un rosado que a la
luz de la noche, nadie
diría que no era
rojo.
Valquíria, Daniel,
Daniel, Eduardo, Roberto,
Cardenas todos con camisas
rojas. Carlos, no sé
si menos o más,
también con varios
detalles de rojo.
Cuando se enciende la
iluminación del
escenário el fondo
rozijo intenso, vivísimo
como en un campo de batalla,
formando un conjunto con
el foco rojizo que iluminó
a Bibi durante todo el
tiempo.
En contraste, como en
una novela francesa el
color negro de las ropas
de lujo y de la pobreza
que de inicio apavoran
la conciencia y la visión
del espectador.
Para componer de nuestro
lado la negritud de la
camisa del minerísimo
Moacir. De allá
y de acá siempre
el negro y el rojo.
La voz de Bibi Ferreira,
la presencia, los gestos,
el pesimismo, el lado
difícil de la vida
que ella hace explotar
en todo instante, todo
marca el alma de Edith
Piaf. Es la misma Piaf
con la visión de
contemporaneidad, es realmente
como si estuviésemos
en presencia de ella.
Y como si fuera poco,
las dos son parecidas,
son casi una misma persona,
las dos famosas, visiblemente
marcadas por la edad,
con el desgaste que la
propia vida artística
impone y provoca.
La voz al principio menuda,
pidiendo disculpas por
existir, de repente llega
y rellena el ambiente
y va tomando volumen,
ganando cuerpo, envolviendo,
limpia, en un crescendo
admirable como si representace
toda la fuerza de la sonoridad
de la eterna Francia.
Es como si estuviese con
el espíritu de
los cabarés de
París, en el Olimpia,
lo máximo de la
gloria de todo el arte,
mucho más que en
Carnigie Hall o en cualquier
otro teatro del mundo,
incluso el Nacional de
Brasilia en el que estábamos.
Oigo y veo la Piaf y me
transporto en una dulce
nostalgia para las calles
parisienses, las plazas,
los monumentos, los boulevares,
los museos.
Siento en el acordeón,
la armonía del
fondo musical, la atmósfera
de cultura, del gusto
y de la sensibilidad que
los franceses saben cultivar
con tanto amor.
Me veo en lo alto de la
Torre Eiffel, en el Arco
de Triunfo, en la Plaza
de la Concordia, en la
Pigale, en el Sena, dentro
de un bateau mouche, en
la Notre Dame, en los
teatros de revista, en
el Louvre, en mi modesto
hotel de viajante solitario
y muy feliz.
Me veo corriendo del frío,
embobecido con el colorido
de las luces, de los estanquillos
de revistas y periódicos,
de los quioscos de frutas
rojitas, con el brillo
de los restaurantes y
cafés, ah los cafés.
Me veo envuelto con la
alegría de los
niños y la belleza
de la esbeltez de las
mujeres, con la diversidad
de tipos, con las ropas
que los extranjeros y
franceses desfilan en
paseos y jardines. Sueño
y lo veo.
Y después de todo,
emocionado, agradezco
el arte de Bibi y la oportunidad
de estar en Brasília.
Nada mejor que matar la
nostalgia