Calle
Quince
Wanderlino
Arruda
Era
la gente más
bella y más
conversadora
que había
en Montes Claros,
en los años
cincuenta, la
gente de la
Calle Quince,
en aquel pedazo
que iba del
antiguo club,
hoy Conservatorio
de la Señora
Marina, hasta
la esquina de
la calle Dr.
Santos, en el
bar del Señor
Manuel Candino,
y Hotel San
Luis, ahora
transformado
en la Caja Económica.
Por la única
pista asfaltada
de la ciudad,
caminaban las
muchachas más
hermosas y los
muchachos más
bien vestidos,
más bien
de vida, seguros
candidatos a
enamorar, al
noviazgo y al
matrimonio.
Así como
una sala de
visitas, al
aire libre,
la calle quince
era una eterna
pasarela, principalmente
allí
cerca del Club
de Los Bancários,
frente a la
Casa Ramos,
donde la esquina
era mucho más
clara, iluminada
por los escaparates
de luz blanca,
en aquel tiempo
un gran lujo.
Allá
cerca estaban
el cine San
Luis, los bares,
los salones
de mesa de sinuca,
las heladerías,
los mejores
salónes
de barberos,
los bancos y
las tiendas
más ricas.
Cuando llegué,
a mediados de
enero del cincuenta
y uno, sólo
se hablaba del
Capitán
Eneas, del nuevo
alcade que iba
a tomar pose,
y los alto parlantes
no gritaban
otra cosa. El
Colegio Diocesano
ya estaba casi
terminando el
curso de admisión,
el Restaurante
Valerio, marcaba
una época
con gran fama,
y las tiendas
de discos de
la Plaza Dr.
Carlos ya hacían
estruendo con
el número
“Delicado”
tocado día
y noche. Destinado
al trabajo como
limpiabotas
en el Salón
Rex, el Antonio
Guedes no me
aceptó
porque yo ya
no era tan chiquitito
como él
esperaba y,
aún,
ya hablaba un
poco de inglés
y no sería
idóneo
un trabajo según
él tan
humilde. La
Segunda posibilidad,
era trabajar
en la casa Leda,
de Marcelo Alcántra,
más como
Marcelo iba
a viajar una
semana, no pude
esperar y también
no dió
cierto. Entonces,
el Dr. Carlyle
Teixeira me
llevó
para presentarme
al J. F. Rodrigues
Correia, de
la Imperial,
la tienda más
grande de la
calle y de la
ciudad, dónde
al otro día,
con corbata,
camisa blanca
y pantalón
azul, inicié
un período
de aprendizaje
sobre las órdenes
del gerente
Antônio
Chamone.
Frente a la
Imperial, las
tiendas de José
Alves y de Artur
y Antonio Loreiro
Ramos. Del otro
lado de la esquina,
la Pernambucana,
en la calle
Camilo Prates,
por donde pasaron
varias farmacias.
Vecina al lado,
la Gazeta del
Norte, de Jair
Oliveira, la
Radio Sociedad
de Zezinho Fonseca.
El Chamone empezó
enseñandóme
que un dependiente
no podría
sentarse, no
podría
acostarse en
las vitrinas
o en el mostrador,
no podría
parar tiempo
alguno, todo
momento debería
ser de trabajo,
arreglando,
limpiando, cuando
no hubiera clientes.
En la tienda
de lozas y vidrios,
quien rompiece
alguna cosa
tenía
que pagarlo.
Fumar sólamente
en el cuarto
de baño.
Perfume, solamente
usar, sí
fuera de los
frascos de muestra.
El primer día,
tropecé
con el pie en
una batería
de cocina, que
quedaba en la
puerta y las
calderas y los
calderones,
fueron para
el medio de
la calle. Nunca
me olvido del
grito “pon
en mi cuenta”,
que Afonso André
Rodrigues gritó
de allá
de la Casa Lusobrasileña
y de las personas
de la Gazeta
que salieron
para ver que
sucedió.
Fue una aventura
loca...
Gracioso, que
teniendo solamente
dos pantalones,
dos camisas
y una corbata,
la calle quince
para mí,
solamente valía
por lo que tenía
en las horas
del día.
La noche, en
verdad pertencía
a los bien vestidos,
a quien tenía
dinero para
pasar por la
heladería,
bancários,
comerciantes
más viejos,
hijos de comerciantes
estudiantes
ricos, sócios
de los clubes.
Es que el brillo
de la noche
nunca perteneció
a los desheredados
e iniciantes.
Para el pobre,
la noche fue
siempre hora
de acostarse,
mejor que fuese
así.