De mañana, en la ventana


No concuerdo con los que viven para la noche, los vagos nocturnos o como quiera que se llamen a los que viven las madrugadas, o como decía mi amigo Claudionor Lima los que "matan el sol en el pecho". Soy mucho más de levantarme tempranito, un ratito antes o después de las seis, cuando el día ya está claro, sin exagero de luz. En aquel momento de ver a las viejitas yendo para la misa, albañiles y ayudantes pedaleando en sus bicicletas para las construcciones, la empleada doméstica dirigiéndose a las panaderías y a las bodegas para comprar pan y el polvo de café. Y claro que para uno ver todo eso es preciso quedarse en la puerta de la calle o en la ventana, con aquel aire de quien se interesa en particular de la vida.
No concordó con los que se levantan tarde, después de las ocho o de las nueve. Los que se levantan después de las diez, yo los condeno pura y simplemente, porque ellos no conocen la mejor parte del día, no viven la hora de la plenitud y la belleza.
Por la mañana, todo es mejor y más saludable y no hay duda de que otra es nuestra disposición para el trabajo, para el estudio de la vida, para observar la naturaleza, para la propia necesidad de meditar, parte integrante de nuestra vida.
Para levantarse un poquito más tarde, existen los domingos y los días feriados y el período de vacaciones. Ahí está bien porque, también, nadie es de hierro.
Me gusta la gente que participa de la vida, que le gusta la gente, que se interesa por la alegría de los otros, que se siente feliz con la felicidad ajena o que respeta la tristeza de los que pueden estar alegres. Creo que es por eso que me gustan las personas que miran por la ventana, diletantes observadores del día a día de la eterna Gloriña, de Jorge Amado, por cierto todavía viva y bien viva en la Plaza principal de Olivenza en Bahía. No se debe vivir en el aislamiento, pues uno nace para vivir en comunidad, en medio de la luz, nunca en la oscuridad del aislamiento, de la claustro manía.
Y por hablar de gentes, me recuerdo de la satisfacción del siempre bien dispuesto baiano-minero Ernesto Rodríguez Neves, sincero amante de Montes Claros, que iba dos veces por día a la Estación Central en los horarios de llegada de los trenes de Belo Horizonte y de Monte Azul, jamás faltando a ese compromiso, lloviese o hiciese sol. Era un caso personal e intransferible.
Y qué es lo que iba a hacer Don Ernesto a la Estación Central, a la llegada del tren? A ver gentes, simplemente a ver la gente que llegaba y la gente que salía, gente que iba allá a recibir o a despedirse de los parientes y de los amigos.
Decía él que no había nada mejor en el mundo que ver aquellas fisionomías sinceramente felices o nostálgicas, en un real acontecimiento de participación humana, un espectáculo de grandeza y de sensibilidad. Y existe realmente alguna cosa mejor que ser feliz?
Pues Don Ernesto era, siempre fue, porque gustaba de la gente.
Y vivir por vivir debe ser al lado de la felicidad...